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LUÍS
DE TRELLES
SU ESPIRITUALIDAD Introducción: D. Luís de Trelles y Noguerol fue un hombre de una profunda fe y acendrada espiritualidad sin las cuales es imposible desarrollar su actividad tanto en el aspecto profesional como en el fundacional. En el aspecto profesional, por señalar dos ejemplos, destaca la Comisión de 300 Abogados para la defensa de perseguidos políticos y religiosos y las comisiones de mediación en la III Guerra Carlista que promueve, y consigue, el canje de unos 20.000 prisioneros (según listas nominales de los Archivos Estatales. Según investigaciones posteriores puede que alcancen los 40.000) que le debieron la libertad y hasta la vida. En el aspecto fundacional, la Conferencia de San Vicente de Paúl, en Viveiro (Lugo, España); la continuación e impulso de los Coros del Culto Continuo para el fomento de la comunión frecuente, la publicación de la Lámpara del Santuario, la Fundación de la Adoración Nocturna en España y las Camareras de Jesús Sacramentado para hacer partícipe a la mujer en la Adoración a la Eucaristía, exige “la profunda fe y acendrada espiritualidad” con que se inicia esta introducción. Intentamos, con más voluntad que acierto, penetrar en esa espiritualidad paradigmática de D. Luis y sobre todo, en el sentido eucarístico que la animó.
La Fundación Luís de Trelles, cuya página puede encontrarse en este enlace: http://www.fundaciontrelles.es.vg/, tiene en su Bibliografía el texto titulado “La Espiritualidad de Trelles” Cuyos autores son PASTOR VALVÈ, José & TUÑAS GONZÁLEZ, Teresa, cuya lectura recomendamos. Bosquejaremos la espiritualidad interior que se manifiesta en sus escritos con la continua llamada a la oración personal meditada. Asimismo, discurriremos por su espiritualidad exterior puesta de manifiesto por los rezos recomendados y la oración comunitaria. Otra forma de expresar su espiritualidad es a través de sus manifiestos a los adoradores en sus escritos o contactos en sus visitas a las secciones y turnos. En sus intervenciones en las asambleas, expresaba con claridad la espiritualidad que atesoraba y, finalmente, en sus relaciones con la Jerarquía dejaba patente su honda espiritualidad. La Lámpara del Santuario, revista eucarística que él fundó, fue el vehículo esencial para transmitir su espiritualidad. De vez en cuando introducía escritos de otros autores que servían a sus propósitos divulgadores.
Los deseos de los redactores de esta página son elevados. Lo que no estamos muy seguros es de conseguir nuestros propósitos. Esperemos que el Señor nos ilumine para saber expresar con palabras los sentimientos que el deseo genera.
El Sacramento de la Eucaristía y la comunión frecuente
Don Luis de Trelles trató, por todos los medios a su alcance, dar a conocer la doctrina de la Iglesia sobre el Sacramento de la Eucaristía, partiendo de la doctrina aprobada en el Concilio de Trento, promoviendo la comunión sacramental, frecuente o diaria.
Para ello, aparte de sus escritos y recomendaciones, se valió de obras y escritos de otros autores eclesiásticos espirituales, como monseñor Segur, dando a conocer sus consejos de forma periódica en la Revista La Lámpara del Santuario.
Nos parece apropiado y recomendable dar a conocer una serie de artículos de este autor, aclarando ideas sobre el tema.
Con ellos trataba de contrarrestar los argumentos y motivos que llevaban a muchos cristianos a posponer el acercarse a la sagrada comunión.
Estos argumentos nos parecerán familiares, porque seguramente todos nosotros los hemos escuchado más de una vez:
A todas estas objeciones sale al paso con aclaraciones sencillas, llenas de sabiduría. Con su inclusión se pretende ofrecer, a nuestros lectores, argumentos sólidos de plena vigencia.
Las excusas que dan los convidados al banquete que cita el Evangelio son muchas y la doctrina expuesta para rebatirlas es sencilla y clara.
I PARA COMULGAR CON FRECUENCIA ES PRECISO SER MAS SANTO QUE LO QUE YO SOY. (LS Enero 1870 pag. 28)
Pues bien, para ser más santo que lo que Vd. es, preciso será comulgar con frecuencia.
¿Cuál de los dos tiene razón? Es usted, por lo visto, de aquéllos que miran a la Santa Comunión, no como un medio, sino como una recompensa, lo cual es una equivocación muy grande, como acabo de manifestar.
Es muy cierto que para comulgar dignamente se necesita tener cierta santidad; pero ¿qué santidad será? ¿Será por ventura la perfección de los grandes santos y de los mártires? No por cierto. La santidad que se exige para comulgar con frecuencia, está al alcance de Vd. y al de todos los cristianos, cualesquiera que sean: Redúcese todo ello a estar en gracia, con voluntad sincera de evitar el pecado y de servir a Dios fielmente. ¿Acaso esta disposición no es una cosa bien sencilla? y ¿no conoce Vd. que Dios la exige? Tan cierto es que la exige, que sin ella ni aun se puede ser un verdadero cristiano. Y si, no dígaseme ¿qué viene a ser un cristiano, que vive en pecado mortal, y que se complace en el mal?
En último resultado, Nuestro Señor Jesucristo no pide para comulgar dignamente más que el ser uno verdaderamente cristiano, y que esté animado, respecto a Él, de una buena voluntad sincera ¿Tiene Vd. esta buena voluntad? Dígalo Vd. con franqueza. Si no la tiene, no hay más remedio que hacer por adquirirla, pues sin ella habrá que ir al infierno.
Pero si la tiene, ¿por qué no se ha de ir a comulgar, a fin de fortificarla y que vaya en aumento? Éste es el argumento, tan claro como sin réplica, que ya en su tiempo hacía a los fieles de Constantinopla su gran Arzobispo y Doctor San Juan Crisóstomo. “O estáis, les decía, en gracia de Dios o no. Si lo estáis, ¿por qué no recibís la Comunión, que ha sido instituida para que permanezcáis en ella? Si estáis en pecado, ¿por qué no vais a purificaros por medio de una buena Confesión, y presentaros en seguida a la sagrada Mesa, en donde adquiriréis la fuerza necesaria para evitar la recaída?”
II No soy digno de acercarme tanto a Dios. (LS Febrero 1870 pag. 74)
Por esa cuenta sería preciso abstenerse siempre de comulgar, porque, como dice San Ambrosio, el que no es digno de comulgar diariamente, ¿lo será acaso dentro de un año?
Dice Vd. que se cree indigno de ello; ¿pero ignora que, cuanto más se aparte de Jesucristo, se hace Vd. a la vez más indigno de acercarse a Él?
Las fallas se van aumentando según que se va Vd. absteniendo de los Sacramentos, pues que así queda privado de aquel pan de vida, que San Ignacio de Antioquía proponía a los fieles del primer siglo “como antídoto del pecado y prenda preservativa para la inmortalidad.
Afuera esa humildad de contrabando. Bien sabe la Iglesia que no es Vd. digno de comulgar y, con todo, le invita a que comulgue con frecuencia, y hasta con mucha frecuencia. Tan perfectamente sabe que ni Vd. ni otro alguno son dignos de comulgar, que obliga a todos sus hijos, a los mismos Sacerdotes y hasta a los señores Obispos, a que antes de comulgar digan, no una sola, sino tres veces y de todo corazón: Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum. “Señor, no soy digno de que entréis en mi pobre morada.”
La Iglesia no le hace a Vd. comulgar porque sea digno, sino porque necesita comulgar para ser lo menos indigno posible de su santísimo y excelentísimo Maestro. Exhórtale a comulgar con frecuencia, no porque sea santo, sino para que pueda llegar a serlo; no porque sea fuerte, sino antes bien, porque es usted débil o imperfecto, propenso al mal, fácil de seducir y liviano para pecar.
El miedo a Dios no es una virtud: la perfección de la piedad está en el amor (1). “Pues bien, el amor excluye el miedo, porque el que teme, tiene que sufrir y pierde esa paz de Dios que sobrepuja a todo afecto y guarda nuestras inteligencias y corazones en Jesucristo.”
El miedo a Dios es una parte de esa piedad jansenística, tan falsa y tan peligrosa, que cierra el corazón, destruye el amor y la confianza, sumiendo a las almas en la ceguedad, el vacío y la desesperación.
La verdadera humildad va unida siempre con la confianza.
Un piadoso doctor, del siglo IV, preguntándose a sí mismo ¿quién es más humilde, si el que comulga con frecuencia o el que lo hace raras veces? responde sin titubear que es más humilde el que recibe a Jesús Sacramentado con más frecuencia, porque esto es señal positiva de que conoce mejor su miseria y que, por tanto, advierte la necesidad de remediarla.
Ea; buen ánimo: vaya Vd. a Jesús, que le quiere por indigno que sea de su amor: vaya Vd. a Él, con una ternura humilde y sencilla, atendiendo más al amor de Dios que a nuestras miserias. Cuanto más comulgue Vd., más digno será de comulgar.
(1) Obsérvese bien que el autor no habla aquí del santo temor de Dios, que es don del Espíritu Santo, sino del miedo falso y encogimiento hipócrita que aleja de hacer el bien con escrúpulos exagerados. (N. del T.)
III
Cuando se comulga con frecuencia, llega el caso de no hacer efecto. (LS Febrero 1870 pag. 76)
Bien podrá ser que no haga efecto en la imaginación ni en los nervios; pero con respecto a la voluntad ya es otra cosa.
«No os dejéis seducir, dice San Alfonso, por esa idea de que cuanto menos comulguéis, tendréis más devoción. Es cierto que quien come pocas veces lo hace con más apetito; pero tampoco está tan fuerte como el que come con cierta regularidad. Si comulgáis raras veces, podrá ser que tengáis un poco más de devoción sensible; pero la Comunión será menos provechosa, porque el alma estará sin fuerza para evitar las fallas”.
No dé Vd., pues, demasiada importancia a un poquito más de fervor sensible, y procure tener miras más elevadas acerca de la piedad. Busque Vd. en sus Comuniones el verdadero amor práctico de Jesús y lo hallará siempre. Cuando comulgue Vd., para ser más fuerte contra las tentaciones, para ser más casto, más dado a la oración, más decidido en los combates de cada día, esté seguro que sacará, gran provecho de sus Comuniones, y que cuanto más frecuentes sean le harán más efecto.
IV Temo familiarizarme con las cosas santas. (LS Febrero 1870 pag. 77)
Puede que sea bueno ese temor; pero también puede ser malo. Si por familiaridad se entiende el hacer las cosas con negligencia y por rutina, en tal caso tiene Vd. razón."
La rutina es respecto de la costumbre lo que el abuso respecto del uso. Es preciso usar de las cosas buenas, pero no abusar: así también es preciso que el temor del abuso no llegue a impedir el uso. Si no, llegaría el caso de no poder hacer nada, pues no hay cosa de que no se pueda abusar. Cuidado con dejarse llevar de la rutina en lo que sea del servicio de Dios.
Pero si por familiaridad se entienden la intimidad, la unión habitual, el abandono tierno y confiado, hará Vd. muy mal en cerrar su corazón a este sentimiento enteramente cristiano.
La Iglesia, al aconsejarnos la Comunión frecuente, nos exhorta a la verdadera familiaridad con nuestro Señor, que es nuestro amigo celestial, y cuyo amor se concilia muy bien con el respeto.
¿Quién ha respetado a nuestro Señor más que los Santos? Y con todo eso, ¿no le han amado todos ellos con la más íntima y familiar ternura? Y sin necesidad de remontarnos tanto, ¿quiénes, entre los cristianos que conocemos, son los que respetan más seriamente a Dios y a su santa ley sino aquéllos que más frecuentan la sagrada Comunión?
No solamente no ha de temer Vd. familiarizarse con Jesucristo, y habituarse a recibirle con frecuencia en el Sacramento, sino que debe procurar adquirir esta santa costumbre. Las buenas costumbres son tan apetecibles como peligrosas son las malas.
Bien puede asegurarse que un hombre no es verdadera y sólidamente cristiano hasta que el servicio de Dios llega a ser para él una cosa habitual, esto es, que llega a formar una segunda naturaleza: pues bien, la santa Comunión es el centro de este servicio divino. “El pasar un día sin oír misa y comulgar me hace el efecto que comer la sopa sin sal”. Así me decía cierto día un excelente servidor de Dios, protestante convertido.
Acostúmbrese Vd. a comulgar, a comulgar bien; y, para lograrlo, comulgue con frecuencia. “No se hace bien, dice San Francisco de Sales, sino lo que se hace muchas veces. Y los mejores obreros son los que tienen más práctica.”
V No me atrevo a comulgar sin haberme confesado antes, y no puedo confesarme a cada instante. (LS Febrero 1870 pag. 79)
¡Vaya! ¿y quién le exige a V. esa confesión continua? La Iglesia, que nos insta para que comulguemos con frecuencia, y aun todos los días si posible fuere, no nos ha impuesto la obligación de confesarnos para cada Comunión (1)
Es preciso que no exageremos, queriendo ser más católicos que el mismo Papa. No debemos crearnos obligaciones que no están impuestas ni siquiera aconsejadas. Voy aún más allá y añado que, en el presente caso, ese miedo que Vd. tiene es hasta contrario al espíritu mismo de la Iglesia. Sólo hay un caso, según el Concilio de Trento, en que hay obligación de confesarse antes de comulgar, y es “cuando le remuerde a uno la conciencia de estar en pecado mortal.” Sibi conscius peccati mortalis (2). Pero los que frecuentan los sacramentos rara vez caen en pecado mortal.
Por lo que hace a esas faltas menos graves, que se llaman pecados veniales, y que son inherentes a la flaqueza humana, la fe nos enseña expresamente que un acto sincero de amor de Dios y de arrepentimiento bastan para purificarnos de ellas completamente; y para facilitarnos aún más esta purificación, ha establecido la Iglesia, con maternal solicitud, los llamados Sacramentales, que son unos medios sencillísimos de purificar nuestras conciencias: tales son entre nosotros el tomar agua bendita y santiguarse, rezar el Padre nuestro o la Confesión que se dice al principio de la misa, etc.
Si aún tiene Vd. reparo en comulgar por algunos pecados veniales cometidos después de la última confesión, he aquí el Concilio de Trento, la grandiosa voz de la Iglesia Católica, que declara que la santa Comunión preserva de pecado mortal y borra los pecados veniales (3)
Oiga Vd. bien lo que dice; no es la confesión, sino la Comunión, esta misma Comunión que tanto le asusta a Vd., la que ha sido instituida para borrar sus faltas diarias. Devóralas como a la paja el fuego: no devora éste el hierro ni las piedras. Son los pecados mortales como las piedras y el hierro, que solamente el pesado martillo de la confesión los puede quebrantar; la paja, por el contrario, viene a ser ese cúmulo de faltillas que diariamente cometemos, por desgracia, a pesar de la sinceridad de nuestro buen deseo.
El jansenismo ha sido también el que ha introducido entre nosotros ese miedo anticatólico, que ensalza la confesión a costa de la Comunión: a pretexto de mayor santidad, nos fatiga con sus escrúpulos, nos echa a perder la conciencia, y todo ello con mucho gusto del diablo, teniéndonos respetuosamente alejados de la Sagrada Eucaristía, que es un horno ardiente de santidad.
(1) Véase lo que se dice al final sobre las
declaraciones de la Sagrada Congregación acerca de la confesión semanal.
(Nota del Traductor)
(3) Antidotum quo liberemur a culpis quotidianis et a peccatis mortalibus praeservemur.(Conc. Trid..Sess. XIII, cap. II.)
VI
No se puede comulgar sin prepararse, y no tengo tiempo para prepararme como es regular.
No se trata de saber si debe comulgarse sin preparación; una cosa tan santa no debe hacerse a la ligera. La falta de preparación conduce a la tibieza, y hace inútiles y hasta peligrosas las prácticas de religión más excelentes. Para recibir la sagrada Eucaristía es preciso, no solamente prepararse, sino prepararse con gran esmero: y aun después de bien y muy bien preparado, todavía es preciso humillarse ante Dios, suplicándole que tenga a bien suplir todo lo que nos falta.
Pero ¿á qué se reduce esta preparación? ¿Será necesario para disponerse a comulgar hacer muchos actos de piedad, y tener largas meditaciones? No por cierto; todo ello es muy bueno sin duda alguna, y muy útil cuando hay tiempo: pero no todos tienen el tiempo necesario para ello. La Iglesia, que nos exhorta a todos a comulgar con frecuencia, cualquiera que sea nuestro estado, es la primera que nos encarga cumplir ante todo con los deberes de nuestra profesión.
¿Qué habrá que hacer, en tal caso, para disponerse a comulgar? Vivir cristianamente, esto es, orar con atención, con esmero; pensar con frecuencia en nuestro Señor, y unirse a Él interiormente; vigilar uno su propio genio a fin de evitar las faltillas más ligeras; decidirse resueltamente a cumplir todos sus deberes para agradar a Dios, y ejercitarse en la humildad y mansedumbre. La verdadera preparación para la santa Comunión consiste en el modo de vivir; así como la verdadera acción de gracias consiste en el modo como se pase el día después de haber recibido al Señor.
Ahora bien; ¿quién le quita a V. hacerlo así? ¿Pues qué, tanto tiempo se necesita para pensar en nuestro Señor y para amarle? ¿Tanto cuesta el ser puro y bueno, y santificar por medio de intenciones cristianas las acciones ordinarias? El mismo tiempo es menester para ser bueno que para ser malo; para vivir con la mira puesta en Jesucristo, que para vivir con la mira puesta en sí mismo.
Llevando una vida, santa y buena estará V. siempre dispuesto para comulgar. Santa María Magdalena de Pazzis estaba una mañana amasando el pan para la comunidad, cuando oyó tocar la campana para ir las monjas a comulgar. Como que ofrecía su faena al Señor, y su corazón estaba al pie del Tabernáculo, contentóse con esta preparación, y abrasada de amor echó a andar a la capilla para recibir al Señor, sin notar que llevaba todavía la masa entre las manos. «Ofreced al Señor todo cuanto hiciereis, solía decir a las Carmelitas, de las cuales era Priora; hacedlo todo con objeto de agradarle y acercaos sin temor a la sagrada Mesa.»
«Así que, añade S. Alfonso Ligorio, cuando tuviéreis poco tiempo para prepararos, porque os lo hayan quitado alguna buena obra o el cumplimiento de alguna obligación de vuestro estado, no dejéis por eso de comulgar. Tened solamente cuidado de evitar toda conversación inútil y toda ocupación que no sea urgente.»
El bondadoso S. Francisco de Sales completa estas sabias advertencias mostrando, en su Introducción a la vida devota, la conducta que sería de desear guardasen todos en este punto. «Procurad, la noche antes, retiraros temprano, en cuanto sea posible, a fin de que así podáis recogeros y orar con quietud. Por la mañana, al despertaros, saludad ante todo al Divino Salvador, que os está esperando, Al ir a la Iglesia, ofreced vuestra Comunión a la Santísima Virgen, y recibid en seguida con amor al que se os da por amor.»
No tengáis duda de que en esta materia se puede todo lo que se quiere y, cuando hay verdadero deseo, se halla siempre proporción para prepararse y para comulgar. ¡Cuántas personas, de todas clases y edades, he conocido yo, que parecía era materialmente imposible que comulgasen con frecuencia, y con todo eso, su fervor les hacía hallar medios para satisfacer su piedad! Conocí un pobre muchacho cuyos padres, groseros e impíos, le maltrataban al pobrecito brutalmente siempre que iba a cumplir con sus deberes religiosos; y, con todo, se arreglaba tan perfectamente, que después de su primera Comunión, apenas casi pasó un domingo sin que recibiera al Señor. Levantábase antes de amanecer, salía sin hacer ruido, se iba a la iglesia, comulgaba; en seguida, daba gracias andando, se metía en su cuarto y se acostaba otra vez, sin que sus padres hubieran echado de ver su salida. Conozco igualmente en París muchas madres de familia, que van diariamente a la primera misa, tanto en invierno como en verano, a fin de volver a su casa muy temprano, y no hacer falta a su marido ni a sus hijos.
Tenga V. esta buena voluntad: tenga V. este espíritu de fe, y así encontrará también el tiempo necesario para recibir la sagrada Eucaristía con frecuencia y santidad. Vade, et tu fac similiter. (Anda y haz lo mismo.)
VII No siento fervor al comulgar: estoy distraído y sin devoción.
Cuando San Pedro echó de ver, por la pesca milagrosa, la santidad y majestad divinas del que había entrado en la barca, echóse a sus pies diciéndole: Exi a me, quia homo peccator sum, Domine. Apartaos de mí, Señor, porque soy un hombre pecador. Pero el Señor le respondió: Noli, timere. No tengas miedo (Lc 5, 8).
No tema V. tampoco: su corazón está con Dios, y quiere servirle bien. Es lo único que le pide. Sus distracciones deben humillarle, pero no desalentarle; esté V. seguro de que, por lo común no son voluntarias, y por tanto, no le privan del fruto de las Comuniones. A buena voluntad, buena Comunión.
Los mismos Santos han tenido que pasar por esas tristezas, esos sinsabores, esa privación de todo consuelo sensible, de que V. se queja. San Vicente de Paúl estuvo nada menos que dos años enteros con tal sequedad espiritual, que ni siquiera podía hacer un acto de fe; y como, por otra parte, el demonio se aprovechaba de aquel estado angustioso para turbarle con, fuertes tentaciones, el pobre Santo puso sobre su corazón el Credo que, para ello, había escrito, y lo llevaba cosido en la sotana, y de una vez para siempre, hizo con nuestro Señor el convenio de que siempre y cuando tocase con la mano aquella fórmula, equivaldría esto a los actos de piedad que no podía hacer. Inalterable en la fe, continuó todos sus ejercicios espirituales, celebrando misa diariamente. ¿Qué le parece, a V., serían buenas sus Comuniones?
Fenelón pasó los últimos años de su vida aquejado de penas casi por el estilo, de modo que escribía a su piadoso amigo el duque de Beauvillers: «Hállome en una sequedad profunda y en una paz harto amarga.»
Estas pruebas son el camino ordinario por donde purifica nuestro Señor a todos sus verdaderos servidores. Según dice Santa Teresa, el mejor remedio para estas almas atribuladas, es precisamente la frecuente Comunión.
Además, el Santísimo Sacramento obra muchas veces en el alma sin que se eche de ver, como observa San Lorenzo Justiniano; y el gran doctor San Buenaventura dice así: «Aunque os sintáis con tibieza y sin devoción, no debéis por eso retraeros de comulgar, pues cuanto peor estéis, más necesitáis de médico» (S. Bonav. De perfect. relig., c. 21) Decíame un día cierto sacerdote virtuoso: “Temo menos a la Comunión imperfecta y descuidada que al completo alejamiento de la Comunión: al fin, la enfermedad es menos mala que la muerte.»
La sagrada Eucaristía es el hogar del amor de Dios: cuánto más frío tengáis, más debéis acercaros a este hogar divino.
Quién sabe si esa sequedad que le inquieta a V., provendrá quizá de un encogimiento de corazón o de una piedad demasiado egoísta. En las comuniones y generalmente en las oraciones, piense V. en los otros más que en sí mismo. Verá usted cómo la caridad le trae la dicha. El corazón se dilatará en proporción que se vaya interesando por la salvación de sus hermanos; por la conversión de los pecadores y por los intereses de la fe. Al pedir por otros, advertirá V. unos sentimientos y una atención que no tendría al pensar en sí mismo.
Finalmente, hay que tener en cuenta que estos sinsabores son por lo común una tentación. No pudiendo el diablo atacarnos de frente, se venga con hostigarnos y molestarnos de continuo. Pues bien, hay que ser aun más astutos que él: se empeña en abatirnos e impacientarnos; pues por lo mismo estemos firmes y no tardará en llegar el tiempo del consuelo.
VIII
No me atrevo a comulgar con frecuencia, porque caigo siempre en las mismas faltas
¿Y cree V. Que comulgando menos veces será mejor?
Si aun comiendo V. lo que acostumbra se siente desfallecido, ¿qué será cuando no coma nada o casi nada? Entonces ya no estará débil, sino que se morirá de hambre. Según que se vaya alejando del Pan de los fuertes, se centuplicará la debilidad y tendrá V. que deplorar, no solamente faltas ligeras como hoy día, sino caídas gravísimas en pecados mortales. «Todos los días peco, decía San Ambrosio, a quien cita Santo Tomás de Aquino (Summ. 3ª parte, q. 80, art. 10): todos los días peco; por tanto, todos los días necesito el remedio. “Quotidie pecco; quotidie remedio indigeo.”
Esto es lo que dio a entender un día la Santísima Virgen a Santa Francisca Romana, hallándose turbada por lo poco que veía que adelantaba a consecuencia de sus Comuniones. «Hija mía, le dijo con ternura, las faltas en que incurres no deben ser motivo para que te alejes de la Sagrada Mesa; antes al contrario, deben serlo para que aun te acerques más, pues en el Santísimo Sacramento del Altar es donde has de hallar el remedio para todas tus miserias.»
La Comunión, y aun la misma Comunión cotidiana, preserva de pecados graves, pero no hace al hombre impecable. Mientras estamos en el mundo, andamos pecando, y los mejores de nosotros no son en realidad sino los menos malos. Aguantémonos a nosotros mismos y sufrámonos pues queJesús nos sufre.
Así lo han hecho los Santos; así lo hacían los primeros cristianos. Comulgaban diariamente y, con todo, eran tan débiles como nosotros. Mucho se equivoca el que se figure que todos ellos eran santos. Los escritos de los Apóstoles y los documentos que nos quedan de los primitivos tiempos de la Iglesia, nos prueban sobradamente lo contrario.
No hay una epístola siquiera donde San Pablo no eche en cara a un gran número de ellos sus divisiones, su inconstancia, su ingratitud, sus descuidos: nos presenta a los cristianos de Roma huyendo de allí todos ellos por temor de la persecución. San Cipriano se queja con amargura de la tibieza de aquéllos, y hasta de los escándalos que daban lugar a muchas apostasías al asomar el peligro: San Agustín y otros santos denuncian las mismas debilidades.
Se ve, pues, que los primeros cristianos estaban muy lejos de ser todos santos, y sin embargo, repito que comulgaban todos los días. El Papa San Anacleto, tercer sucesor de San Pedro, nos manifiesta que aquella regla provenía directamente de los Apóstoles; Sic et Apostoli statuerunt; y que era la doctrina de la santa Iglesia romana: et sic saneta tenet Romana Ecclesia (Const. Apost. Summa, 3ª parte, q. 80, art. 10).
La Comunión diaria no les hacía impecables, pero sí los santificaba mucho; les ahorraba el cometer faltas graves, y hacía que un gran número de ellos se elevaran a las más altas virtudes. Lo mismo le sucederá a V. en tal caso. Sin que llegue a ser perfecto, la santa Comunión disminuirá poco a poco sus faltas, y hará que vaya V. creciendo insensiblemente en piedad y sabiduría.
No extrañe V. que esta trasformación no sea cosa de un día. ¿Cuántos años tienen que pasar antes que un chico llegue a ser hombre? Acaso se le ve crecer? No tal, y con todo ello, es que cada día crece algo; es un trabajo oculto, pero muy positivo, al cual contribuye cada comida que hace.
Tampoco debe V. extrañar el recaer en las mismas faltas.
La piedad y la Comunión, aunque perfeccionan nuestra naturaleza, no la destruyen; cada uno conserva su personalidad y el germen de sus defectos dominantes, a pesar de la acción santificante de Jesucristo. Este germen es el flaco que busca el demonio para explotarlo sin cesar, y de ahí provienen esas reincidencias, por desgracia demasiado frecuentes, que fatigan y humillan a los cristianos, pero que no deben abatirlos nunca. Si V. puede convencerse de que no ama el pecado, y que desea servir a Jesucristo con fidelidad, no se acobarde por sus faltas diarias; la Comunión las purificará, como dijimos antes, exponiendo la doctrina formal del Santo Concilio de Trento.
IX
Si comulgo con frecuencia temo que se asombren y escandalicen los que me conocen.
Vamos claros; ¿qué gentes son esas? ¿son por ventura esa turba de medio cristianos, que no entienden ni una palabra de las cosas de Dios, contentándose con observar algunas prácticas de devoción? Ya sabe V., lo mismo que yo, el caso que debe hacer de sus críticas. Déjelos V. que charlen: su censura casi vale por un elogio.
Pero ¿se trata de personas piadosas? Pierda V. cuidado, que a ésas no las escandalizará, ni lo extrañarán tampoco, si usted vive como buen cristiano. ¿Sabe V. qué es lo que escandaliza en un sujeto que comulga con frecuencia? ¿Son por ventura sus comuniones? No, tal. Lo que choca es la negligencia con que, a pesar de sus comuniones, no cuida de reprimir su mal genio y de que su vida corresponda a sus prácticas religiosas; sus impaciencias, sus murmuraciones, su glotonería, el delicado esmero con que mira por su salud y bienestar, y esa multitud de defectos, que son ya algo más que imperfecciones, y que no es posible que deje de notarlos la conciencia, a poco que mire por su santificación.
Si, lo que Dios no quiera, V. se ve a sí mismo en este espejo, es preciso que procure inmediatamente poner un remedio eficaz a este mal, harto positivo. En tal caso no deberá dejar la Comunión, sino armarse de más energía, a fin de entablar una vida más santa y más digna de nuestro Señor Jesucristo.
Bien sé que, aun entre los mismos buenos cristianos, hay hombres de pocos alcances que se escandalizan de cualquier cosa. Debe procurarse no chocar con ellos, pero sin hacer mucho caso de sus censuras. Por mucho que V. quiera hacer, no ha de lograr, dar gusto a todo el mundo. Procure V. agradar a nuestro Señor; tenga siempre una honrada y recta intención de obrar bien; recoja con humildad los diversos pareceres que formen los hombres de bien sobre su conducta, y procure sacar partido de ellos, si fuere posible y para enmendarse. Acuda V. en sus dudas con toda sencillez a un sacerdote conocedor de las miras del Señor, y déjese llevar de su dictamen.
Tal era el del docto y piadoso Fenelon, que tanto aconsejaba la Comunión frecuente. «Es preciso acostumbrarse, decía, a ver fieles que cometen pecados veniales, a pesar de su deseo sincero de no cometer ninguno, y que, sin embargo, comulgan con fruto todos los días. No se debe fijar de tal modo la atención en las imperfecciones, que Dios les deja para humillarlos, que no se atienda también a las faltas más groseras y más peligrosas de que les preserva este remedio cotidiano.
“¿Por qué escandalizarse al ver buenos seglares que, para vencer mejor sus imperfecciones y para resistir mejor las tentaciones del siglo corrompido, quieren nutrirse con Jesucristo? «Déjese V. juzgar; no por reformadores siempre prontos a escandalizarse y a criticarlo todo, sino por un director moderado y experto, que le conduzca según el espíritu de la Iglesia (Véase la Carta de Fenelón sobre la Comunión frecuente, páginas 89, 90 y 95 de la traducción española).
Vigílese V. a sí mismo con esmero; desconfíe del escrúpulo tanto como de la relajación, renueve cada día sus buenos propósitos, y piense lo menos posible en el qué dirán.
X
Es que si comulgara con frecuencia desagradaría a mi familia.
Pero V. comulga para su familia o para sí mismo? Dígame V.: si le desagradara a su familia que comiera V. todos los días, ¿dejaría por eso de comer?
La obediencia filial y los deberes de familia son, por cierto, una cosa santa y grande, pero ha de ser con la condición de que la familia no se ocupe sino en lo que le concierne. Bien sé yo que hasta cierto punto está uno obligado a condescender algún tanto con las exigencias de los propios, aun en ciertas cosas que tocan al servicio de Dios; pero esta condescendencia tiene sus límites y todos tenemos un estrecho deber de no pasar de allí. Los Sacramentos son una de las cosas que menos entran en la jurisdicción de la familia, la cual lo mejor que puede hacer es dejar esta grave y delicada cuestión de conciencia al juicio de la Iglesia y de sus ministros.
Es la santa Comunión un manantial de todas las gracias, de toda dulzura y bondad. Si comulga V. con frecuencia, bien pronto se hará V. mejor, y la familia será la primera que lo eche de ver; y como será la primera a quien le traerá cuenta, se guardará muy bien de poner reparos. Tenga V. prudencia y firmeza, y de seguro, logrará medio de frecuentar los Sacramentos sin incomodar a nadie
Finalmente, si a pesar de las precauciones y miramientos, la familia de V. aún tiene que hablar de su piedad, siga V. tranquilamente, como si tal cosa pasara. Las preocupaciones irán sín duda alguna desapareciendo, o por lo menos se habituarán a ver a V. comulgar, como se va uno acostumbrando a otras muchas cosas que tampoco gustan. ¿Quién sabe sí nuestro Señor recompensará esa constancia atrayendo a su santo amor a aquellas mismas personas que hoy día procuran alejarle a V. de él?
En el momento en que escribo estas líneas está pasando eso mismo con un comerciante rico de París, hombre sumamente indiferentista en materia de religión y enemigo acérrimo de todo acto de piedad. Habiendo quedado viudo hace algunos años, puso a sus dos hijas en un colegio muy bueno, donde han recibido una educación verdaderamente cristiana.
Luego que la mayorcita cumplió los diez y seis años, se la trajo a casa para que se encargase del manejo de ella. Esta señorita, tan firme como piadosa, no interrumpió por eso ninguna de sus prácticas cristianas: pero se vio obligada a ocultarlas para no irritar a su padre. Con todo, la sorprendió un día viniendo de misa con su doncella, y sin haberse desayunado. Figurándose lo que podría ser, le preguntó si venia de comulgar.
—Sí, papá, le respondió la joven sin vacilar, y he pedido mucho a Dios por V.
—¿Y comulgas con frecuencia? le preguntó su padre con aspereza.
—Sí, papá: tengo esa dicha con frecuencia, con mucha frecuencia. De ahí es de donde saco la energía necesaria para cumplir con todos mis deberes, y en especial, para ser con V. todo lo que debo ser.
El padre se calló por un instante y bajó la cabeza: cuando la levantó, tenía los ojos arrasados de lágrimas y abrazando a su hija, que no estaba menos conmovida que él, le dijo en voz baja:
—Hija mía, ¡qué feliz soy en tener una hija como tú!
Desde aquel día se ha verificado un cambio completo en la conducta y en las ideas de aquel comerciante y, aunque falta algo para una conversión completa, todo anuncia que está próxima a realizarse.
¡Cuántas familias se convertirían a Dios si hubiese en ellas un alma tan enérgica en la práctica del amor a Jesucristo y en la fidelidad a la Comunión frecuente!
XI
Muchas personas piadosas conozco yo que rara vez comulgan.
Pues vea, V., yo apenas conozco alguna. Por el contrario, no conozco casi a ninguno que comulgue con frecuencia que no sea realmente piadoso en toda la extensión de la palabra.
Consiste esto en que V. confunde las ideas, llamando personas piadosas a sujetos que no pasan de ser regulares. No es lo mismo una vida regular que una vida piadosa. Para ser un hombre regular, basta con observar a la letra los mandamientos de Dios y de la Iglesia, ir a misa todos los domingos, comulgar en las fiestas solemnes, respetar la religión y vivir honradamente. Mas para ser piadoso es preciso elevarse más y vivir en el amor de Jesucristo.
Cuando el cristiano llega a entrar en el camino de la piedad, ya no se atiene solamente a cumplir lo que es de precepto, sino que se esfuerza además, en poner en práctica los consejos evangélicos, la abnegación de sí mismo, el recogimiento interior, el celo por la salvación de las almas y todo ese hermoso conjunto de virtudes que constituye la santidad cristiana: ya no obra tanto por deber, como por amor, y toma la preciosa costumbre de mirar el servicio de Dios no como un yugo que sujeta, sino más bien como una dedicación tierna y filial. Dígame V.: ¿conoce por ventura muchas personas animadas de esta verdadera piedad, que se acerquen rara vez a la sagrada Eucaristía? Sería la primera vez que se vieran efectos sin causa, pues la Iglesia católica nos presenta la santa Comunión como el acto esencial de la piedad. La experiencia nos lo enseña así; tan imposible es ser piadoso sin comulgar con frecuencia, como tener una salud vigorosa y floreciente sin una buena alimentación.
XII Estoy seguro que si hablase de esto a mi confesor, no me lo aprobaría.
He aquí una cuestión muy delicada y muy importante, acerca de la cual es preciso tener ideas muy claras y fijas. Ante todo, ¿su confesor de V. es también su director espiritual? porque hay que distinguir, entre el director y el simple confesor.
El confesor es un señor sacerdote con quien nos confesamos. Su ministerio, con respecto a nosotros, se reduce únicamente a oírnos y perdonar o suspender el perdón de nuestros pecados. Por eso puede suceder que uno tenga varios confesores.
Mas no sucede así con respecto al director: éste es un sacerdote «escogido, entre diez mil» como dice S. Francisco de Sales, al cual confiamos el cuidado de guiar nuestra alma por los caminos de la piedad, cuando queremos servir a Dios más perfectamente. No hay obligación de tomar un director: ninguna ley de la Iglesia prescribe tal cosa; sino que es tan solo un consejo de perfección,(1). Pero cuando se toma uno, hay que contentarse con uno solo. Así como solamente tenemos un padre, así tampoco debemos tener más que un director. Si un mismo señor sacerdote es a la vez nuestro confesor y director, como suele suceder, entonces no es solamente juez de nuestra conciencia, sino también nuestro consejero y nuestro guía, y en nuestras dificultades debemos acudir a él, y solamente a él.
Para arreglar las comuniones, tome V. el dictamen de su director, si le inspira completa confianza; no hay cosa más discreta ni más católica; pero no hay que echar en olvido que el director no es un amo, sino solamente un consejero, y por tanto que cada uno queda libre para obrar y es responsable de todos sus actos (2).
Esto es lo que nos enseña bien claramente el mismo Apóstol S. Pablo, el cual, hablando de la Santa Comunión a los fieles de Corinto, les dice; «Examínese cada uno a sí mismo, y después acérquese a los sagrados misterios.» Probet autem se ipsum homo, et sic de pane illo edat et de calice bibat (1 Co 2, 28). Lo que confirma el Concilio de Trento por estas otras palabras no menos significativas: sibi conscius (2).
Según esto, el negar o dar permiso el director espiritual para comulgar con más o menos frecuencia, es un consejo y no una ley estricta que obligue en conciencia. El derecho a la Comunión, y hasta para comulgar diariamente, es en efecto, una consecuencia directa de nuestro bautismo: hemos recibido este derecho inmediatamente de nuestro Señor, y si consultamos acerca de este punto a algún sacerdote ilustrado y bien penetrado del espíritu de la Iglesia, es para que nos ayude a usar santamente de este derecho, no para que nos lo otorgue.
Si quiere V. comulgar con más frecuencia, vaya en tal caso a decírselo al director. Dice S. Alfonso de Ligorio «que el deseo de comulgar con frecuencia, expresado por los penitentes a su director, es un motivo para que se acceda.» Para que este divino alimento aproveche mucho al fiel que lo recibe, es preciso que tenga gran apetito, las almas que no lo desean aprovechan poco. El director, como testigo del santo deseo que a V. le anima, lo satisfará de seguro, por otra parte, si lo halla bien dispuesto. S¡ ve que hay tibieza y que se aviene fácilmente con la negativa, se guardará muy bien de excitarle a comulgar con frecuencia.
Bien quería nuestro Señor conceder a la Cananea del Evangelio la gracia que le pedía, y con todo le obligó a que reiterase su plegaria muchas veces; y así es, que esta mujer debió enteramente su felicidad al ardor de su fe y a la viveza de sus instancias.
La respuesta del director depende de V. Sabe muy bien que no puede privarle de la Comunión sin razones bastantes, y que es más responsable ante Dios de las Comuniones querehusa que de las que aconseja.
El negar la Comunión frecuente no puede proceder sino de dos causas: la primera es personal del penitente; la segunda, personal del director. Ya conoce V. la primera, que proviene del estado espiritual de su alma, y de que el sacerdote conoce que no son suficientes las disposiciones que V. tiene para obtener una preparación mejor. Si el confesor le encarga a V. con este motivo disminuir las Comuniones, no necesito advertir que hay que someterse a este mandato con humildad y paciencia, y procurar ponerse en estado de recibir pronto un consejo más favorable: Hay que tener en cuenta que un director experto tiene muchas veces muy buenas razones para probar por este medio a las almas que dirige.
Pero si el director privase a V., por sistema, de comulgar sólo porque no es partidario de la Comunión frecuente, como suele decirse, no titubeo 'un punto en decir a V. con todos los Santos, con los Padres y con la Iglesia misma, que el tal director le aconseja a V. mal; que sustituye sus opiniones personales y falibles al juicio infalible de la Iglesia católica, y que lo mejor que puede V. hacer es buscar otro que le dirija mejor.No todo buen sacerdote es buen director: no basta la piedad para dirigir bien las almas. Este divino ministerio que san Gregorio Magno llamaba el arte de las artes; exige, sobre todo, una ciencia muy sólida, y un conjunto de cualidades naturales y sobrenaturales, que no es posible sean muchos los que las reúnan. Por tales abusos en la dirección de las almas han llegado a cundir tanto las preocupaciones jansenistas, llegando a quedar desierta la sagrada mesa en muchas iglesias. «Quejábase un día nuestro Señor Jesucristo, según cuenta el venerable Luis de Blois, de los que retraen a otros de comulgar con frecuencia. Porque mis delicias, dice, son estar con los hijos de los hombres: por ellos instituí el Santísimo Sacramento del altar, y por lo tanto, el que impide a las almas que lo reciban, disminuye lo que forma mis delicias.»
El venerable maestro Juan de Ávila, tan apreciado de San Francisco de Sales y de Santa Teresa, solía decir, «que aquellos sujetos, que desaprueban la Comunión frecuente, hacen el papel del diablo, el cual tiene un odio implacable al Santísimo Sacramento, del que sacan las almas tantos socorros para adelantar en la perfección.
No es libre el sacerdote en este punto. «La Iglesia le señala reglas a que debe atenerse, y que no puede infringir sin faltar gravemente a su obligación. Resumidas están por ella en el célebre catecismo conocido de todos los eclesiásticos bajo el nombre de Catechismus romanus ad Parochos, publicado por orden del Concilio y bajo la inmediata inspección y cuidado del Papa San Pío V. Su objeto es trazar a los señores sacerdotes la línea de conducta que deben seguir en la enseñanza de los fieles. Pues bien, el Catecismo del Concilio de Trento declara que los párrocos están obligados en conciencia a exhortar a sus feligreses a comulgar con frecuencia y hasta diariamente, pues que el alma tiene precisión de alimentarse todos los días, lo mismo que el cuerpo (Cat. Rom. ad Par., art. 2.º, cap. IV): y aun añade que esto es la doctrina de los Santos Padres y de los Concilios.
También San Carlos Borromeo, el grande e incomparable Arzobispo de Milán, al publicar su Catecismo para las diez y ocho diócesis sometidas a su jurisdicción, sabiendo que había sacerdotes opuestos a esta santa práctica, encargó a los Obispos castigar severamente a los párrocos que se atreviesen a enseñar lo contrario.
Vea V., pues, cuán infundado es ese temor que le arredra, y la injuria que hace V. a su director, suponiéndole capaz de impedirle que se acerque con frecuencia a la sagrada mesa, si V., por su parte, no pone obstáculos. Pedid y recibiréis: llamad, y se os abrirá.
Su director de V. sabe que al conformarse de este modo con las santas reglas de la Iglesia y sus piadosos deseos, asegura, al mismo tiempo, su felicidad eterna y la de V. Santa Margarita de Cortona tenía un director que siempre la había animado mucho a comulgar con frecuencia; cuando murió aquel buen sacerdote, reveló nuestro Señor a Santa Margarita que le había recompensado magníficamente en el cielo por la caridad con que la había facilitado el acercarse a la sagrada Eucaristía. En la vida de un santo religioso de la Compañía de Jesús, llamado el Padre Antonio Torres, se lee que, al punto de su muerte, se apareció a una persona piadosa y le dijo que Dios había aumentado su gloria en el cielo, porque a todos sus penitentes les había aconsejado la Comunión frecuente. Dichoso el sacerdote que se aplica constantemente, a seguir las prescripciones de la Iglesia en el desempeño de su ministerio y dichosas las almas a quienes la bondad de Dios les hace encontrar tan buen guía en el camino de la vida.
(1) El que no pueda hallar un director que le satisfaga, puede suplirlo en muchos puntos, con la atenta lectura de la Introducción a la vida devota y las Cartas espirituales de S. Francisco de Sales, a quien se puede llamar el director por excelencia.
(2)(Al final, Trelles dice que es una nota bajo el censor) Estas terribles palabras de Monseñor Segur, haciendo responsable de todos sus actos al que comulgue contra el consejo de su director, indican bien claramente el peligro de hacerlo. La gran maestra de espíritu, Santa Teresa, decía a este propósito (cap. 6.º de las Fundaciones) “O que si alguna se determina, aunque le diga el confesor que no comulgue, a comulgar, yo no querría el mérito que de allí sacara, porque en cosas semejantes no hemos de ser Jueces de nosotros. El que tiene las llaves para atar y desatar, lo ha de ser. Plega a el Señor que para entendernos en cosas tan importantes nos dé luz, y no nos falle su favor, para que de las mercedes que nos hace no saquemos darle disgusto.»
(Sigue nota anterior) Y más arriba había dicho: “Si es por contentar a Dios, ya sabes que se contenta más con la obediencia que con el sacrificio. Pues si esto es y merezco más, ¿qué me altera? Obsérvese que Santa Teresa dice que merece más el que obedece en no comulgar. Por consiguiente, el que comulga contra el dictamen de su discreto director, merece menos, o quizá desmerece.
Esto no contradice a la opinión de Monseñor Segur, el cual habla sólo en el caso de que el director fuera sistemático, o quizá jansenista, como lo indica al fln de este párrafo; pues si inspira confianza, él mismo dice “que para arreglar las comuniones, se tome su dictamen.” Como este peligro no es probable en España, y antes sería de temer que algunas personas indiscretas se propasasen a comulgar, desobedeciendo imprudentemente a su dlrector, ha parecido conveniente poner esta nota, bajo la revisión de la censura eclesiástica.
(l) Véase este pasaje del Concilio y su explicación en la página 83 de la Carta de Fenelón. (N. del Traductor)
XIII
Basta comulgar en las fiestas más solemnes o cuando más una vez al mes.
No sólo basta, sino que sobra, cuando se comulga sin amor o cuando se mira la Comunión como un deber penoso que hay que cumplir. La comunión mensual es buena sin duda alguna; pero mucho se equivocaría quien creyese satisfacer con eso al deseo de la Iglesia, y hacer un acto de gran piedad. No pensaba así S. Francisco de Sales, el cual dice terminantemente, que lo más que puede tardar en sus Comuniones un buen cristiano que quiera mirar por su alma, es el espacio de un mes.
Esta Comunión mensual, establecida en muchas cofradías, escuelas de doctrina y casas de piedad, es lo menos, pero no lo más. Lo mismo que sucede con la Comunión semanal fijada por regla en los seminarios y en las comunidades: es preciso atenerse al espíritu con que se han hecho esos reglamentos; espíritu de piedad católica, que deseando lo mismo que la Iglesia que se comulgue con mucha frecuencia, ha tenido que fijar un límite reducido para las almas poco fervorosas.
El sentido de esos loables reglamentos y de sus prácticas hay que interpretarlo por la grande regla, que domina a todas ellas: esto es, la doctrina de la Iglesia y de la Santa Sede. Ya hemos dado a conocer esta sagrada enseñanza, que el Papa Benedicto XIV reasumía en estas palabras: «No hay nadie a quien no se pueda aconsejar la Comunión mensual, y hay pocas almas a quienes se deba privar de la Comunion semanal.» Recomendando San Francisco de Sales en su Vida devota a todos los cristianos esta Comunión cada ocho días, parece menos explícito que otros muchos Santos acerca de la Comunión cuotidiana; pero el Santo no hace más que desaprobar el abuso, lejos de censurar aquélla; y su vacilación en esta parte proviene de una equivocación material. Fúndase efectivamente en unas palabras atribuidas a S. Agustín, y que no son de éste santo Padre, sino de otro escritor poco conocido, llamado Gennadio. Y en verdad, ¿cómo podía S. Francisco de Sales, tan piadoso y tan católico, censurar una cosa que alaba y aconseja la Iglesia?
No conozco en esta parte, como regla práctica, nada más sensato y sencillo que lo que dice Santo Tomás acerca de la santa Comunión. Después de haber expuesto la doctrina católica sobre la Comunión cuotidiana, apoyándose en la autoridad de los Santos Padres, especialmente en aquellas palabras de San Agustín: — «Esto es el pan de cada día, recibidlo pues cada día, para que también os aproveche cada día; pero vivid de manera que podáis también recibirle diariamente,» el angélico doctor añade: «Cuando una persona conoce por experiencia, que la Comunión cuotidiana aumenta en su corazón el amor de Dios y que no se resiente su respeto al Santísimo Sacramento, debe comulgar todos los días» (S. Thomas in libro IV Sententiarum).
Si acaso se halla en tal disposición, comulgue V. diariamente. Si quiere contentarse con comulgar una vez a la semana, es V. libre para hacerlo. Esta es la Comunión ordinaria de los buenos cristianos; pero no la Comunión frecuente, como lo enseñan formalmente los santos doctores. No llaman estos Comunión frecuente sino a la que se hace tres o cuatro veces por semana. En todo caso, no se acostumbre V. «a calcular la Comunión por la ley del tiempo, sino por la pureza de conciencia, que es por donde se ha de medir el tiempo de acercarse a ella,» según dice S. Juan Crisóstomo; y S. Agustín añade: «Quien no está en disposición de comulgar con frecuencia, tampoco lo está para comulgar una vez al año.»
XIV En resumen, todo eso es una exageración imposlble de practicar.
Esto, no solamente es posible, sino muy fácil, como lo prueba que lo ejecutan muchos fieles piadosos: la exageración está más bien de parte de los jansenistas o semijansenistas, que piden para la Comunión disposiciones que no es posible alcanzar.
¿Qué haríamos en tal caso nosotros los sacerdotes, que debemos decir misa todos los días?
Nada de lo que aconseja la Iglesia católica puede ser exagerado ni imposible de hacer. La Iglesia nos da la verdad en la piedad: escucharla es lo mismo que escuchar a nuestro Señor en persona; despreciar sus consejos es lo mismo que despreciar la luz de Dios.
Es muy extraño que haya católicos que hagan tan poco caso de una autoridad divina. Procurad ser lógico en vuestra creencia y en todas sus consecuencias prácticas. V. cree, usted sabe que Jesucristo le habla por conducto de su Iglesia: no se contente V. con oírlo y aprobarlo; el caso es llevarlo a cabo y ponerlo en práctica.
Deje V. que murmuren los que no aman la verdad. Déjelos usted que hagan ostentación de lo que creen ser respeto hacia el Santísimo Sacramento: lo cual en el fondo no es otra cosa que un temor servil, que indica a la vez poca inteligencia de los misterios de Jesucristo, y mucho apego a sus opiniones personales. Vaya V. en paz, como verdadero hijo de la Iglesia, por el camino que nos han abierto los Santos y en pos de los Apóstoles, de los Santos mártires y de todos los primitivos fieles; en pos de S. Dionisio y de S. Ignacio de Antioquía, San Justino, S. Cipriano, S. Basilio Magno, S. Gregorio Nacianceno, S. Juan Crisóstomo, S. Jerónimo, S. Agustín, S. Hilario y S. Gregorio Magno; en pos de S. Bernardo, Santo Tomás de Aquino y S. Buenaventura, Sta. Catalina de Sena, Sta. Catalina de Génova, Sta. Teresa, S. Felipe Neri, S. Carlos Borromeo, S. Ignacio de Loyola y todos los santos de la Compañía de Josús, S. Francisco de Sales y S. Alfonso Ligorio; en pos de Gerson, Fenelón, Bossuet y tantos otros que han ensalzado a porfía la Comunión frecuente, la Comunión diaria, la verdadera Comunión católica, y no tema V. ni la exageración ni el error. “Alegraos en el Señor; sí, repito, alegraos (Flp 4, 4).» Si queréis, vivir por Jesucristo, alimentaos abundantemente de Jesucristo.
(Continuará)
Esto es una página en formación. Poco a poco introduciremos los aspectos más conocidos de la honda espiritualidad de D. Luis de Trelles y la influencia que ejerció en los que lo conocieron. Dejémonos guiar por Trelles en ese acercamiento a la Eucaristía. Si te gusta el contenido de esta página. Difúndela. Si deseas alguna aclaración o información complementaria de D. Luis de Trelles. Escríbenos. e-mail: jpastorteresa@gmail.com
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