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Prefacio
La efusión
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LUIS DE TRELLES
SANTO Y APÓSTOL,
TEÓLOGO Y TROVADOR DE JESÚS SACRAMENTADO
LA
PRECIOSÍSIMA
SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

Prefacio
La
Eucaristía,
como confesamos los fieles después
de la Consagración, es el Misterio de Nuestra Fe. En él se hacen presentes
el Santísimo
Cuerpo y la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Un adorador
de la Eucaristía como D. Luis,
sentido y
de fecunda escritura, no
podría olvidarse nunca de exponer a
la consideración de los adoradores,
para su meditación ante el Santísimo, el Misterio de la Preciosísima Sangre de
Nuestro Señor.
Así, de una forma aparentemente desorganizada, fue sembrando la Lámpara
del Santuario con artículos que hablan de ese singular Misterio. Al
recopilarlos se ha puesto especial atención
en utilizar palabras propias de este tiempo y, en algunos casos, se
intercala la significación que, actualmente, es más
apropiada para el lector.
Los compiladores de esta Web nos sentiríamos
satisfechos de incluir aquellos comentarios que los escritos
de Trelles les suscite.
El primer documento transcrito debe entenderse como introducción
de los que seguirán. Este prefacio se irá desarrollando a medida que se
vayan introduciendo los
siguientes artículos.
I
LA
EFUSIÓN DE SANGRE
Sin negar una verdad de fe, no es posible desconocer
que la preciosísima sangre de Nuestro Señor
Jesucristo y su acción redentora son: la primera, una especie consagrada,
y la segunda, una virtud eucarística. Como quiera que la disciplina de la
santa Iglesia no autoriza hoy día [1883] a los seglares a comulgar
participando del cáliz, el sacerdote recibe, en nuestro nombre, la sangre
que sustancialmente contiene aquél; y, por una manera mística, la
recibimos nosotros, con el sacerdote. Y, además, la sangre
de Jesús reside, por concomitancia
[acompañamiento], en la hostia sacrosanta.
De
estas verdades se infieren misterios inefables
de amor que queremos bosquejar,
siquiera someramente, para edificación de nuestros lectores.
Dedúcese, en primer lugar, que la sangre divina
desprendida o arrancada al cuerpo del Señor en el
Huerto,
en el pretorio, en la coronación de espinas, al llevar la cruz, en la
crucifixión, en la agonía del Calvario, y al impulso de la lanza de
Longinos, se funde, por decirlo así,
en el cáliz que atesora este precioso licor, para ofrecerlo a Dios en
precio y rescate de nuestras culpas.
Al
tratar de esta materia, si bien lo hacemos por la utilidad que puede
producir a nuestros amigos,
pensamos especialmente en los devotos de la
preciosa sangre
del Señor, y aún más en una persona que debe singulares favores a esta
devoción, que por ventura le fue inspirada por un libro que tuvo la dicha
de ofrecerle el autor del presente artículo.
La
sangre es el resorte de la vida humana. Y en punto a la vida espiritual,
después del pecado, sin la efusión
de sangre no hay remisión,
como dice San Pablo. De esta verdad se deriva el sentimiento
vivo de compasión con que hoy consagramos nuestra
pluma a encarecer el amor que nos
merece la efusión de este líquido sacratísimo, que la caridad
inefable del Señor le instó a derramarlo, sin quedar gota alguna
de él en su cuerpo, luego que la lanza de Longinos le dejó exangüe
sobre la cruz, perforando su costado y
atravesando su corazón.
Supuesto que la sangre del Salvador, vertida en las siete ocasiones
señaladas atrás, fue recogida por los ángeles, según atestigua la
estigmatizada de este siglo sor Catalina Emmerich, para restituirla
al cuerpo del Señor resucitado; y supuesto que el cáliz de salud
atesora bajo la especie del vino aquella sangre, es claro que las siete
efusiones entran en el círculo de nuestro estudio, encaminado
a hacer adorar este precioso licor.
Y también se sigue que los siete
actos de que hemos hablado, son como otros tantos objetos de
contemplación para los fieles, y
muy en especial, para los adictos por vocación a la sagrada
eucaristía. Porque, en hecho de verdad, la sangre es hostia, pues
nos rescató, y se ofrece al Padre por nuestra salud en el santo sacrificio
de la misa.
Cada
uno de los trances de la pasión en que el Señor vertió sangre es como una
faceta del asunto que venimos a
meditar con nuestros lectores. En el
huerto de Getsemaní, en la flagelación,
en el coronamiento de espinas, en la sustentación de la cruz a
través de las calles de Jerusalén, en la crucifixión, en la agonía y en la
perforación del costado se ostentan fases diversas de este misterio; o modos diferentes de
efusión que se brindan a nuestra gratitud, y que contribuyen, cada uno a
su modo, a dar testimonio del extremo con que nos amó el Señor, prodigando
aquel precioso líquido hasta derramarlo todo
sobre la cruz y continuando así, sin
sangre, durante el sueño
místico [alude a la muerte] del Calvario y su mansión en el sepulcro.
Es tan
vasta, tan profunda, tan tierna y tan trascendental
la materia, que nos debía pesar de bosquejarla, mirándolo como una
osadía, si no supiésemos que, no
obstante nuestra indigencia, y aunque siempre saldrá el trabajo
imperfecto, puede perfeccionarse al
pie del sagrario,
después de recibir la comunión, siguiendo las someras indicaciones
que nos permitiremos, puesto que tal es nuestro deseo más
vehemente.
¡Quién
pudiera auscultar los latidos del sacratísimo corazón de Jesús en el drama
del Huerto! ¡Quién fuera capaz de
sondear los sentimientos amorosos de nuestro amabilísimo Redentor,
en aquella meditación laboriosa! No hay corazón ni entendimiento humanos, que puedan vislumbrar este misterio
adorable, que oculta las congojas y
los dolores acerbos [muy intensos] que asaltaron la imaginación
humana del Señor en aquella hora suprema, en que quiso abrevarse [beber]
del absintio [bebida amarga] de la pasión que iba a sufrir.
El
hombre se sacrifica, a veces, por su Dios o por
su patria, por un ser amado con
delirio o por el cumplimiento de un deber. Pero aparta,
cuanto le es posible, la mirada y la mente del cáliz de amargura,
receloso de que la magnitud del
sacrificio le prive del valor preciso para consumar su triste
inmolación.
Los
héroes de la antigüedad que afrontaron la muerte, los mártires que la
aceptaban como un testimonio brillante de su fe, no llegaron jamás al
extremo de anticiparse los tormentos que iban a sufrir considerándolos
menudamente [con mucho detalle] en un período de tiempo anterior a su
sacrificio. Ni que lo hubieran querido, habrían tenido la precognición
[conocimiento anticipado] de su intensidad
a punto de [para] poderlos ponderar. Sólo Jesús, Dios-Hombre,
quiso imponerse tan cruel martirio, y sólo él tuvo a su disposición
el conocimiento exactísimo de las amarguras, que debía sufrir, desde el
Huerto al Calvario. Ni uno sólo de sus dolores pudo ocultarse a la
mirada escrutadora del Hijo de Dios vivo.
Y, sin
embargo, sabedor de tales y tan crueles
sufrimientos que permitió que se le
infligiesen, quiso su amor inefable saciarse con la amargura de
aquel combate, y dejarnos en aquella hora tremenda, como
si dijéramos, un testamento de inefable
amor, y un tesoro infinito de gracias que nos legó en aquel trance.
Por efecto de esta lucha íntima y valiosa, como punto ubérrimo de aquel
combate espiritual, que quiso sustentar la humanidad de Jesús con la
voluntad de su eterno Padre, vino a sudar sangre, que cayó de su rostro
divino sobre la tierra; no de otro modo
que como el sudor del hombre fecunda la tierra
para que produzca frutos, conforme al
decreto divino que mereció la culpa de Adán.
Aquél
[Jesús], hijo de éste [Adán] según la carne, y Verbo humanado, no se
sustrajo a la ley general de la Humanidad pecadora, por más que revistiese
una carne inocente, y también él cultivó allí la tierra con el sudor de
su frente excelsa para hacerla productiva del pan eucarístico y
avalorarlo con su sudor. El hombre, según la sentencia divina, come el pan
con el sudor de su frente, y la del
Señor, sudó sangre, para realzarnos el pan, transustanciado en su cuerpo sacratísimo, convertido en hostia de
salud.
No
puede ir más allá el amor desapoderado [desenfrenado] de un Dios, que a
lavar la tierra, manchada por nuestros
pecados, con su preciosísima sangre, como para reconciliarla con Dios, y de manera que pudiésemos repetir con el
salmista: «Mira, ¡oh Dios!, a nuestro protector y considera el rostro de
tu Cristo.» Porque la fe nos enseña el
mérito infinito de aquel rostro divino
sudoroso de sangre en la caverna de
Getsemaní. La profecía, lo había dicho: «Beberá, del torrente en su camino y,
por eso, levantará su cabeza,» y Jesús, cumpliendo el vaticinio, atravesó
el torrente Cedrón y, al resignarse [entregarse], en el huerto que está
junto a aquél, a la suprema voluntad de su eterno Padre, pudo levantar
la cabeza, como vencedor
del demonio, y erigirse en nuestro caudillo para semejantes combates.
Pero
nos alejamos de nuestro objeto. La sangre,
derramada en el Huerto, nos recuerda
la profecía de Isaías: «¿Por qué están tus vestidos tintos en
sangre y tus vestiduras como las de los que pisan en el lagar [sitio donde
se exprime la uva]? Yo sólo pisé en el lagar, y de las gentes nadie me
acompañó, y salpicó mi traje la sangre de ellos [producida por ellos] y
se ha manchado con ella mi ropa» (1),
lo que recuerda la profecía del
Génesis (2), que dice de Cristo que lavaría su estola en vino y su
palio en sangre de la uva; lo que
explica el Apocalipsis; y estaba vestido con ropa asperjada de
sangre. Otros intérpretes completan la idea llamando a la humanidad de
Cristo vestidura del Verbo, y expresando que aquélla fue
la manchada de sangre.
De todos modos, el rostro de Jesús, sudoroso de
sangre
en el Huerto, y la comparación del vino y de
la sangre en el Génesis, es como
anuncio del lejano día de la consagración del vino, transustanciado
en sangre de Cristo; y las palabras de Isaías fueron cumplidas a la letra
en la oración del Huerto, que fue la
primera ocasión, en que aparece derramada la sangre del Señor en
las escenas de la pasión.
Y aquel licor preciosísimo está en el cáliz de bendición,
como dice San Pablo, y sobre el ara santa se derrama también místicamente,
como que es el precio y el rescate de nuestra salvación.
Cuando
asistimos al sacrificio incruento de la misa, no debemos olvidar que allí,
en la sagrada copa, está sustancial y
verdaderamente la sangre que sudó Cristo, apremiado por el dolor moral y
por la angustia del combate que quiso sufrir tras el torrente
Cedrón. (Continuará)
NOTAS:
(1) Is 63. (2) Gn, 49.
(3) Ap 19.
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